Cuando me iba pensé en ti:
en la mirada de tu ojo tristes
y en el temblor de tu ojo alegre;
porque cada pupila es la mitad de tu alma
y tu alma llora y ríe alternativamente
y nos dice que sí, que no, que sí,
y para cada instante tiene
una lágrima dulce y una lágrima amarga.


Al regresar pensaba en ti:
en la desesperada sonrisa que es tu cuerpo;
tu cuerpo, una mitad tan niña y mitad tan mujer
-posibilidad de pasión y certeza de infancia-;
tu cuerpo, aún inconciente de ser tan sólo un cuerpo
cruzado y recorrido por arterias, por miedos,
por hoyuelos graciosos y gestos perdurables;
tu cuerpo, que en sí mismo se refleja y reclina
como el alma del agua mirándose a un espejo.

Al despertar aún pensaba en ti:
pensaba en el milagro desigual de tu voz,
belleza cuya niñez permite comprender tanta esperanza,
comprender que no es vana la pasión de escucharte,
que todas las palabras dichas por ti hasta ahora
son la mitad tan sólo, son el claro hemisferio
de este mar silencioso que aún en ti permanece
creándose y oculto para un día clarísimo
donde voz y silencio serán dación de gracia.
¡Ay! sonido que nace como un mimado sueño,
¿con qué temblor mereceremos esa fluenca absolutaria?

Cuerpo, voz y mirada que son mitad tan sólo
de un designio más alto que este destino nuestro:
la miseria no podrá derrotarlos; la desdicha
no ha de usurpar su lento continuar azulándonos,
porque al dolor y al miedo vencieron simplemente existiendo

y la mitad de su alma, la mitad de su sangre, la mitad de su vida
son la justificable persuasión de la gracia:
rosa con que engañamos nuestra sombra en la tierra,
camino que elegimos para andar hasta Dios.

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